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Cada lugar entreteje una serie de tensiones que lo configuran, mientras las personas lo interpretan de acuerdo con las relaciones que allí establecen. Un territorio se imagina, se habita y se transita, para ser soñado, nombrado, transformado, disputado… Esta forma de ocupar y significar un lugar, que es individual y colectiva a la vez, también permite reconocer las fragilidades latentes y presentes que atraviesan sus habitantes, identificadas como riesgos.

 

Deslizamiento en Villatina, ocurrido el 27 de septiembre de 1985. Foto Escuela del Hábitat.

 

En Medellín es necesario pasar de la idea de que el riesgo cae con la lluvia y entender que se inscribe en la forma de ocupar el suelo, manifestándose a su vez en las desigualdades que han marcado el crecimiento urbano durante décadas. La ciudad habita un riesgo que es físico, pero también social, cultural, económico político e histórico.

Françoise Coupé, profesora emérita de la Facultad de Ciencias humanas y económicas de la Universidad Nacional de Colombia (UNAL) Sede Medellín, hace referencia a los dos primeros grandes derrumbes que marcaron la historia de desastres de la ciudad. El primero, ocurrió el 12 de julio de 1954, en Media Luna, una vereda de Santa Elena, “donde las personas afectadas fueron principalmente las que llegaron a ver lo que había pasado”, fueron dos derrumbes, uno ocurrido unos minutos después del otro, que enterraron a más de 70 personas.

El segundo, en Villatina, ocurrió el 27 de septiembre de 1985. “Para mi, fue muy particular porque fue una tragedia, de alguna manera, anunciada. Yo abordaba el tema de los barrios piratas, aquellos que terratenientes de Medellín ponían a la venta por lotes, pero dentro de una estructura con vías y espacio público. Eso es importante porque el propietario de la tierra, en Villatina, estaba vendiendo lotes hasta cierta altura, donde se incrementaba la pendiente y más arriba le decía a la gente: ‘métase, si quiere…, esta parte dificulta la urbanización y no la vendo’”, comenta Coupé, filósofa y socióloga con Maestría en Planeación Urbano Regional.

“Yo estaba mirando quiénes compraban en esa pendiente y allá encontré un muchacho de ingeniería quien quería poner luz en esta parte alta donde no iba a haber energía y él calculaba cuánto cable necesitaba… Cuando ocurrió la tragedia, un domingo por la tarde, nos llamaron de la Alcaldía porque éramos los únicos con una aproximación de qué había quienes vivían donde se presentó el desastre de Villatina, que no fue un deslizamiento común, los geólogos dicen que fue que la tierra se soltó desde arriba por manejos de agua y que apresó aire, lo que sonó como una explosión. En esta tragedia, que ocurrió a la 1:30 p.m., se calcula que murieron unas 500 personas, entre habitantes y visitantes porque era día de primera comunión. Vimos y nunca olviraremos las niñas de vestido blanco y coronita de rosas. Estuvimos en varias oportunidades con el alcalde para intentar precisar lo que ya no existía”, agrega.

La académica expone que el riesgo de deslizamiento está presente en todas las laderas de Medellín, especialmente en las comunas 1 (Popular), 3 (Manrique) y 8 (Villa Hermosa). “Muchos habitantes saben en qué condiciones están viviendo y se meten, pero lo hacen por necesidad. Vale resaltar que hoy los habitantes de las zonas de riesgo, con mayor consciencia, buscan prevenir y mitigar los riesgos con reflexiones y experiencias asociadas al cambio climático y con estudios e intervenciones apoyadas por universidades”.

Según estudios realizados en 2012 por el Área Metropolitana del Valle de Aburrá, la ocupación irregular de las laderas generaba riesgo a 284.000 personas, es decir el 8% de la población estimada del área metropolitana que correspondía a 3.544.703, y se espera que, para 2030, 344.000 personas estén en riesgo.

Las relaciones de poder configuran el territorio

La antropóloga Elizabeth Arboleda Guzmán, directora de la Escuela del Hábitat, de la Facultad de Arquitectura de la UNAL Medellín, señala que “cuando hablamos de la gestión de riesgo en perspectiva territorial nos referimos a comprender las relaciones de poder que se gestan en un espacio específico, que son económicas, simbólicas, sociales e institucionales, y hacen que la gente tenga que ocupar ciertas zonas de la ciudad, lo que lleva a que se configure el riesgo de desastres”.

Cuando se abordan esas relaciones de poder se hace referencia, como dice la docente, a los actores armados y las bandas, “muchas de estas últimas han loteado barrios completos en las laderas de Medellín, que han sido ocupados principalmente por migrantes desplazados por la violencia”. A su vez, quienes llegan a una ciudad que no conocen, “por ejemplo, de lugares planos, como Zaragoza, Segovia y Caucasia, no saben qué es un deslizamiento o un movimiento en masa. Ahí hay un tema del poder, que tiene que ver con cómo la gente se localiza”. Otros son el Gobierno, la alcaldía y “el sector inmobiliario, que termina definiendo el mercado de la vivienda”.

Hoy Medellín se ha considerado como la ciudad más cara de Colombia, “eso hace que una relación de poder atravesada por lo financiero esté expulsando más habitantes del centro, que son las zonas más seguras en términos de riesgo de desastres, hacia las periferias, las laderas, y por eso vemos una ciudad cada vez más ocupada en los bordes, precisamente los suelos con mayores amenazas y donde se presentan generalmente los desastres”, indica la académica.

En Colombia, por los altos niveles de desigualdad, desde la Dirección Nacional de Planeación, la Constitución Política de 1991 y todos los instrumentos de planificación, se ha procurado que “toda política de gestión en Colombia apunte al cierre de las brechas, de las desigualdades que tenemos, entre la región Andina y el resto del país, entre lo urbano y lo rural, entre centros y periferias o, en el caso de Medellín, por ejemplo, entre sur y norte”, expone.

En cuanto a lo normativo, desde la Constitución de 1991 en Colombia se tienen dos leyes diferentes para la planeación del desarrollo y del territorio: la Ley 152 de 1994 (por la cual se establece la Ley Orgánica del Plan de Desarrollo) y la Ley 388 de 1997 (Ley de Ordenamiento Territorial). Como explica la docente, “ahí hay un problema de concepción porque con el ordenamiento del territorio se hizo una mala traducción de las leyes europeas, así como de las norteamericanas, que se refieren más bien a estatutos del suelo, entonces, lo que hace es organizar suelo, que es un recurso, y te dice dónde va la vivienda y el espacio público. Cuando lo trasladamos a un asunto territorial, para la gente está su aprecio por el territorio, sus relaciones sociales, porque el concepto territorio es mucho más amplio que el de suelo”.

En este contexto, los planes de ordenamiento han estado alejados, por ejemplo, del Proceso de Paz de 2016, a excepción de los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET); de la biodiversidad como un aspecto que define el país; la deforestación del Amazonas; los asentamientos informales que se tienen en cuenta como una expresión del problema y no como resultado de unas relaciones históricas de poder, sociales o del mercado que se han dado en la ciudad. De acuerdo con Arboleda Guzmán, “es como si el barrio informal fuera el problema de la ciudad y no una expresión de los problemas de la desigualdad de la sociedad”.

Cambio de visiones en la gestión del riesgo

La gestión del riesgo en el país ha pasado por cuatro grandes enfoques que, de acuerdo con John Ocampo Madrigal, Antropólogo y magíster en Medio Ambiente y Desarrollo, son: el primero, que surgió en la década de los 70, tenía una visión asistencialista por el cual se crea la UNDRO (Oficina de las Naciones Unidas para el Socorro en Casos de Desastre), entonces, “donde había un desastre enviaba gente”.

El segundo enfoque, también promovido por Naciones Unidas entre la década de los 90 hasta el 2000, se centró en la creación de sistemas de alerta temprana. “La idea era comprender cómo funciona la naturaleza, un enfoque muy desde las ciencias duras, como la geología, y nosotros cómo podemos plantear un sistema para que la gente evacúe y no muera”, añade.

El tercer enfoque se dió a pastor del Marco de Acción de Hyogo, aprobado en enero de 2005 por 168 Estados Miembros de las Naciones Unidas con el objetivo de aumentar la resiliencia de las naciones y las comunidades ante los desastres, logrando una reducción sustancial de las pérdidas por desastres para 2015. Este paradigma de pensamiento influyó en la construcción de la Ley 1523 de 2012.

Finalmente, el cuarto enfoque, que se da después del 2016, es principalmente ambiental y en esta línea se crean el Decreto 298 de 2022 que crea el SISCLIMA (Sistema Nacional de Cambio Climático), la Ley 1931 de 2018 de cambio climático y la Ley 2169 de 2021 de acción de cambio climático.

Bajo estos enfoques de gestión del riesgo, según el antropólogo, el país, y Antioquia, se encontrarían en el ambientalista desde lo normativo (aun no en la práctica), que es último; sin embargo, cuando se mira en detalle a los municipios “hay unos que no tienen cuerpos de bomberos, lo que los ubicaría en el primer enfoque, pues estarían esperando que les envíen ayudas en caso de desastre. Otros no tienen sistemas de alerta temprana y saben dónde están las avenidas torrenciales, las inundaciones o se van a presentar los movimientos en masa, pero la comunidad está expuesta, ubicándose todavía en ese segundo enfoque. En el ambientalista podríamos decir que hay muy pocos, algunos municipios están adelantando su plan de adaptación al cambio climático, pero no lo han desarrollado completamente”.

“El riesgo es una construcción social…, es un proceso de acumulados de vulneraciones, marginaciones de derechos y de desconocimiento de poblaciones que son vulnerables” comenta la directora de la Escuela del Hábitat y complementa que, “un indicador de gestión de riesgo de desastres corresponde a las muertes y las pérdidas evitadas; sin embargo estas no dan prensa porque nunca sucedieron…. A los gobiernos les resulta mejor decir que 20 personas se quedaron sin casa y ellos entregaron 20 viviendas, cuando pudieron evitarlo”.

La percepción y la memoria

Cuando empieza en el 2005 el discurso de la resiliencia se empieza a tener en cuenta la percepción del riesgo de las comunidades, un asunto que, según Ocampo Madrigal, es importante, aunque, por lo general, la gente no tiene conciencia del riesgo al que se enfrenta ni plena conciencia del impacto que puedan soportar al momento de la materialización del riesgo. A su vez, la gestión del riesgo todavía no se comprende plenamente dentro de las políticas públicas, lo que llevaría a que el modelo de desarrollo del municipio, del departamento o del país, podría generar riesgos.

Otro componente importante en la gestión del riesgo es la memoria de las comunidades, sin embargo, como advierte la directora de la Escuela del Hábitat, se debe tener cuidado. La memoria del riesgo a escala humana es muy reciente, al lado de la escala geológica. “Somos muchos actores en la producción de ese territorio. La memoria del territorio es la de la señora que lleva 25 años y tiene una construcción de ese territorio, pero los geólogos, la ciencia, también tiene una manera de memoria del territorio…”. Es necesario conciliar esas memorias, que no son una sola.

Para la profesora Coupé, los planes de gestión del riesgo pueden ser más eficientes cuando tienen en cuenta a la población, aunque pueden ser más limitados en el alcance territorial, al estar delimitados para comunidades específicas, “porque tienen a los dolientes adentro, mientras que los que se hacen a gran escala se van diluyendo y perdiendo, porque no tiene dolientes”. La académica alerta, de igual forma, del riesgo de que los esfuerzos para la creación de estos planes sectorizados se pierdan por “la alta movilidad de la población que vive en las zonas de mayor riesgo, ya sea por los conflictos o porque mejoran sus condiciones de vida”.

Ocampo Madrigal alerta de tres causas fuertes de riesgos subyacentes. El primero, la fuerte llegada de personas, puesto que “Medellín en 1950 tenía 300.000 personas y, 70 años después, 2.700.000. Este crecimiento poblacional no va a la par con el crecimiento de infraestructura, los sistemas de drenaje, los sistemas de disminución de riesgos por las pendientes; incluso, los barrios se siguen consolidando en las partes altas de forma desorganizada, sin estudios que los avalen”.

El segundo, “hay una densificación en la parte plana que hace que las vías estén más colapsadas lo que incentiva a que haya mayores accidentes; se genera un riesgo tecnológico que puede llevar a incendios, como el del 2008 donde se generaron 700 toneladas de residuos peligrosos en el barrio Guayabal; almacenes de químicos como el presentado en 2018 que dejó 23 bomberos lesionados; muertes en los deprimidos; inundaciones; aglomeraciones en sitios públicos; entre otros”.

El tercero, sería el manejo ambiental que se le ha dado a la ciudad, “aunque se ha intentado recuperar la estructura ecológica principal y secundaria, al no cuidarlas vamos a depender de otros municipios”, lo que significa que el agua que se consume en Medellín proviene de otros lugares del departamento y la alta contaminación que se genera no es procesada por la ciudad llevando a que empecemos a adquirir una deuda ecológica con otros territorios.

Finalmente, la gestión del riesgo en Medellín requiere de una mirada más allá de la emergencia, que se centre en cómo se ha construido el territorio. Comprender las tensiones entre geografía, desigualdad y decisiones urbanas es clave para diseñar políticas coherentes. El reto no es solo técnico, también es social y político. Si se articula el conocimiento académico, la experiencia comunitaria y una voluntad institucional puede ser posible reducir riesgos y avanzar hacia una ciudad que proteja la vida antes de que ocurra el desastre.

(FIN/SRV)

19 de noviembre de 2025